domingo, 29 de agosto de 2010

LA CONTINUIDAD


Para entender un poco este cuento, es necesario leer "Continuidad de los parques" de Julio Cortázar.




Había terminado de leer la continuidad de los parques, del extraordinario Julio Cortázar. Le dejó un sabor medianamente acerbo en el paladar, que no se le quitó sino hasta la tarde, cuando estuvo haciendo esfuerzos supremos por descifrar la ciclónica realidad que vivía. Anduvo merodeando por largo rato el porqué de la transmutación obligada de las situaciones, el por qué de ese triste atisbo de "saudade" que queda a la hora de abrir la mente a los recuerdos y por supuesto, de descubrirse con las alas desplegadas, con el preludio del plan de vuelo y su desorientación característica: todo el cielo abierto y la brújula alocada, imantada de confusiones…

El saborcito disminuyó considerablemente cuando al pardear de la tarde, se dirigió a la cocina para prepararse un café (rigurosamente bien cargado; con un poco de crema de maíz) y con toda la calma que era posible, sentarse en la silla artesanal de mimbre. Cuando el último arrebol se deshizo entre el celaje ceniciento de la fría nocturnidad, tuvo tiempo para mirar hacia fuera, hacia la ventana abierta y recordar el pasado sin dolor. La continuidad, la continuidad era una palabra que laceraba, una palabra que Cortázar le había sellado sin querer en su laberinto cerebral. Pensó entonces que era preciso cambiar la página de inmediato a la antología de cuentos, si no quería correr el riesgo de quedar atrapada entre las hojas de papel, como el hombre del sillón de terciopelo verde.

Después del primer sorbo, ya se remitía como en un parpadeo a aquél amor sin sentido que a pesar de la distancia, a pesar de los pesares, aún ardía y se extendía procaz y sagazmente en su corazón. Era desgastantemente ilógico seguir alimentándolo y sin embargo, ¡cómo interfería en la continuidad!, cómo se le presentaba tan palpable, casi materializado.

Dejó la taza de café en un extremo de la mesa, y acudió al libro que yacía abandonado en la sala. El hombre gozaba de su novela (mudo testigo de la pasión furtiva de los amantes) ella gozaba imaginándose la amada, no la amante, pero a pesar de la trama felizmente diseñada en la novela, la realidad era una bofetada “ …se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él volvió un instante para verla correr con el pelo suelto” ¡Qué absurdo! De nada valía tomar el papel protagónico si el destino era el principal antagonista, bifurcador de caminos, no servía absolutamente de nada gozarse en la "psique", si él, el hombre que amaba no estaría a su lado de todos modos, en el "sómatos", cubriéndola con sus brazos. Así era sin duda, el café ya estaba frío, la primera estrella había aparecido, ella iba al oriente, él quedaba en el norte, ella se dirigía a la continuidad, él se mantenía estático, entrópico; era difícil saber en dónde continuaba el parque vital, a dónde lanzaría su hálito la ráfaga de anhelos, cobijados ambos en la verdosa extensión de un porvenir incierto.

Entró un vientecillo fresco por la ventana, acompañado de una hoja macerada que se hundió en el oscuro líquido del inmaculado jarro, (¡oh contrastes de la vida!) se mezcló con la resolución de ella, de cortar de raíz toda sígnica ramificación de amor. Noche de octubre, serena, insoportablemente serena… la hoja se hundió hasta el fondo de la taza.

El hombre que amaba, un hombre lejano, con una evidente parquedad que le destilaba de las pocas sonrisas que le advirtió. Algo de flema inglesa, algo de seriedad ¿por qué no?
Recordarlo se trocaba en una oleada quemante y seca que le aseguraba una respiración dificultosa, un vacío en no sé que zona del alma, una orfandad aplastante en medio de la continuidad. Hectáreas del terreno de la vida convertidas en parques infinitos: “ …se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes” Ella y él (en su historia los dos personajes principales), ella siempre desde la lejanía, atisbando ardorosamente unos ojos sombríos, intentando adivinar unos pensamientos que sabrá Dios si en alguno ella figuró, sufriendo innecesariamente al interpretar sus acciones, limosneando migajas de amor… Estaba decidida a leer de nuevo el cuento pero concluyó que hacerlo era seguir la ruta de un círculo vicioso “…El puñal se entibiaba contra su pecho y debajo latía la libertad agazapada”
Seguía repasando los sentimientos, los apegos, con la llana de la esperanza convirtiéndose en su móvil, no obstante, el último trago de café y ese párrafo insensato le devolvieron de golpe el sabor amargo: “…Al llegar a la misma parte, sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que les esperaba, se separaron… ella debía seguir”
Y siguió. No hubo otra alternativa, la continuidad es así, tajante, definitiva. Aunque volviese a repasar el cuento, no habría manera de encontrar un nuevo final o lo que es más, un final a la medida del deseo. La continuidad repito, es la continuidad, pero ¡cómo duele cuando se trata de poner obligadamente punto final a una primera historia y seguir adelante con otra a pesar de la renuencia! Quizás ella lo comprendió, quizás no, tal vez sólo sea un personaje, intentando perseguir su realidad, como el hombre del sillón de terciopelo verde, en el relato que lee.





Nancy Sánchez Domínguez